miércoles, 1 de febrero de 2012

Uma taça de café

Llegué cansado del viaje (8 horas entre autobús, avión y metro hacen mella en la moral del más optimista). Llovía en Marqués. Las gotas de agua saludaban a los viajeros que salían por la boca de metro con menos prisa de lo habitual. Mi mente solo podía pensar en sentarme a desayunar. Por suerte un bar cercano sonreía a tan solo unos metros. Entré dando los buenos días. Rogué por mi salud un café duplo y esperé en mi mesa pacientemente. Me lleve la taza caliente a los labios y entonces pude paladear lo que se avecinaría en los próximos días. Me asomé sin saberlo a la luz macilenta y plomiza del viejo Oporto. Al soniquete melancólico de los fados en las vetustas librerías de saldo aledañas a la plaza de los Aliados. Al aire desvencijado y musgoso de sus edificios más desafortunados (pero no menos bellos) al paso de los aguaceros. Al calor y la extremada amabilidad y civismo de sus habitantes. Las prendas colgadas al escaso sol que visitaba de vez en cuando el casco antiguo. A la rivera salpicada de barcas despeinando al Duero…
Todo parecía haberse volcado dentro de esa taza de café. Pero para enloquecer aún más a mis sentidos cada una de las que tomé después de esa recuperaba de mi memoria pasajes semienterrados en las dunas del olvido. Pude ver a mi tío moliendo los granos e infusionándolos en un viejo cacillo de lata para más tarde tamizarlos en un colador de tela. Las mañanas de instituto (cuando aún lo tomaba con leche) fumándonos las clases e intentando arreglar el mundo. Los cortados de por la mañana para poder abrir los ojos a la oscuridad aún patente antes del trabajo…

Malas (o buenas) pasadas de la memoria ante el olor rotundo y cremoso de una taza caliente de buen café.